lunes, 26 de julio de 2010

CAPÍTULO II: El Castigo

- ¿Ya? - inquirió.
- Sí.
- Bien, espero que sea la última vez. Ahora dime, ¿tienes dinero?
- No.
- ¿Ah, no? ¿Y cómo has pagado el taxi?
- Eran mis últimos ahorros, señora.
- ¡¿Y los tebías que gastar en un maldito taxi?!
- Era mi dinero - enfaticé el adverbio.
Ella soltó una risa socarrona, dejando al descubierto ubnos dientes picados y otro amarillos.
- Desde el momento en que pusiste un íe en mi casa - también enfatizó el adverbio - todo tu dinero, tu ropa, tu trabajo es para mí. - explicó.
- Pero no tengo dinero ahora...
- Sabes que puedes pagarlo con castigo.
Los ojhos se me dilataron y la sangre huyó de mi rostro. Sabía lo que debía hacer. Caminé lentamente hacia la improvisada puerta de cortnas rotas y encontré un callejón estrecho flanqueado por habiataciones de donde provenían ronquidos. Más allá encontraría un patio sin techo inundado por la lluvia. etuve las lágrimas.
- Al centro - me ordenó.
Me ubiqué y me quité la cahaqueta, un ecalofrío me recorrió el cuerpo.

...

Con el frío cruel ¿quién iba a poder dormir?. Me deshice del abrazo de Helena, ella dormía como si hibernara.
Crucé los brazos y caminé hasta el callejón. ¿A qué hora llegaría Jimena? La dueña se enojaría y la volvería a castigar. Me detuve a la mitad del callejón y regresé para despertar a Alberto.
- ¡Oye, despierta! - susurré.
Se movió un poco y por toda respuesta soltó un pedo.
- ¡Eh! ¡Qué asco!
- ¿Qué? - despertó desorientado.
- Acómpañame.
- No jodas quiero dormir un poco más.
- ¡Por favor, me preocupa Jimena!
- ¿No llega? - preguntó bostezando - ya, ya, espra.
Se desperezó con lentitud.
- ¡Apúrate!
-¿Hace cúanto que no llega?
- Se fue al medio día. Me desperté por la lluvia.
- Tienes el sueño muy ligero - comentó.
Caminamos silenciosos hasta llegar al patio y ahí estaba.
- ¡Oh, no! - murmuré.
Aberto tebía los ojos dilatados y temblaba no solo por el frío sino por el miedo. La dueña tebía la correa de cuero en las manos y miraba a la imputada saboreando el terror...
Y la primera paliza. Jimena no gritó pero yo estaba segura de sus lágrimas. Aberto sollozó y se tapó la boca.
La segunad paliza. El verdugo puyso todo su esfuerzo, pude imaginar la piel abriéndose y la quemazón de las heridas. Jimena cedió un grito de dolor que me llegó al alma. Alberto y yo nos abrazamos fuerte, temblando de todo.
Tercera, cuarta, quinta, perdimos la cuenta hasta que cayó desmayada. La dueña y el hombre se retiraron a su habitación. Nos acercamos.
La abacé fuerte. Alberto la despegó de mi la alzó. Sin decir una sola palabra caminamos hasta la sala y la depositó en un sofá.

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